La madreña ha sido durante siglos el calzado característico de las zonas rurales de montaña del norte español. Hasta que bien avanzado el siglo XX se generalizó su factura más o menos industrial, se hacían en los propios pueblos, de una pieza de madera (en nuestra zona, de abedul) vaciada manualmente. La madreña se apoya en el suelo sobre tres patas, dos paralelas en la parte delantera del pie y una tercera bajo el talón. Antes de extenderse el uso de las zapatillas modernas, se calzaban sobre los escarpines de paño de lana. Las usaba todo el mundo, chicos y grandes, en invierno y en verano, para andar por las calles y por el monte, para trabajar y para bailar. Protegían del barro, del agua, de la nieve, del frío, del filo de la guadaña al segar el heno, de la lengua afilada de las víboras en el monte, de las patas de los animales en la cuadra y alrededor del arado o del carro. No requerían materia prima ajena al medio y el oficio de hacerlas llegó a ser muy esmerado y reconocido, transmitiéndose muchas veces de generación en generación. Un par de madreñas delante de una puerta delataba la presencia de su dueño dentro. No había dos pares exactamente iguales y cada uno conocía las suyas y las de la mayoría de sus vecinos. Antaño se ahumaban o se lustraban con grasa para proteger la madera y mantener seco el interior. Más recientemente empezaron a pintarse, casi siempre de negro, salvo las de los niños que a veces eran de color.
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mil madreñas rojas (2008)